Hace pocos días tuve la oportunidad de ir a un hospital de especialidades a que me hicieran un análisis de sangre. Llegué a la sala de extracciones y me formé en la fila. Ya había pasado por esto otras veces, así que estaba en general relajado, pero creo que, en el fondo, el pensamiento de una aguja entrando en mis venas me creaba cierto desconcierto.
No tuve tiempo de pensar mucho en esto. De la sala salían gritos, o más bien alaridos de dolor, de miedo, de inseguridad, de desconfianza. Eran de un niño pequeño (de unos cinco o seis años). Me asomé a ver qué pasaba. Ahí estaba el niño, acostado en el sillón de extracciones. Lo estaban aguantando entre su padre y varias enfermeras, mientras su madre le tapaba los ojos con una venda. Así, inmovilizado, otra enfermera le realizó la extracción.
Luego salió el niño con sollozos apagados, sorbiéndose las lágrimas y mirando asustado a los lados, como asegurándose de que su sufrimiento hubiera terminado. Iba en brazos de su padre, que trataba de consolarlo diciéndole palabras amorosas, dándole besitos y abrazándolo. El niño se recostó finalmente en el hombro de su padre, volviendo la cabeza hacia atrás al tiempo que le decía: «no quiero verte más». Y así se fueron.
La escena que describo tenía todos los elementos de la tragicomedia, pero me sirvió para meditar en nuestra actitud hacia Dios cuando vamos pasando por las diversas circunstancias de nuestra vida. El sufrimiento es una realidad de este mundo caído. No hay ninguna garantía bíblica de que no vamos a sufrir en este mundo; más bien Jesús nos advierte: “En el mundo, ustedes habrán de sufrir; pero tengan valor: yo he vencido al mundo.” (Jn 16:33, DHH). (Ver también 2 Tim 3:12). ¿Y quién quiere sufrir?
Por otro lado hay una promesa muy poderosa en la Biblia que nos brinda la otra cara de esta moneda: “Sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman, a los cuales él ha llamado de acuerdo con su propósito” (Ro 8:28, DHH). Podemos tener confianza de que si estamos con Dios, aun el sufrimiento redundará en nuestro bien. Podemos confiar en la palabra de Dios incluso cuando no veamos inmediatamente los resultados. Esto fue lo que le faltó al niño de nuestra historia: el pensar «si mis padres, que me aman y quieren lo mejor para mí, me hacen pasar por esta prueba; si me dicen que es por mi bien, entonces voy a estar tranquilo y confiado». Parece sencillo, ¿verdad? ¡Hasta que nos pasa a nosotros!
No siempre podemos entender lo que Dios hace con nosotros, ni sus planes para nuestra vida, ni los resultados de las experiencias por las que pasamos. Pero sí podemos confiar. Y de esta forma cosecharemos bendición.
Otra advertencia interesante de la Biblia es que el dolor en sí mismo no necesariamente nos hace crecer. Es necesario que este venga acompañado de una actitud espiritual de parte nuestra:
Pues ya saben que cuando su fe es puesta a prueba, ustedes aprenden a soportar con fortaleza el sufrimiento. Pero procuren que esa fortaleza los lleve a la perfección, a la madurez plena, sin que les falte nada. Santiago 1:3-4 (DHH)
El pasaje nos da a entender que no necesariamente el fruto de las pruebas es de bendición. Si no tenemos una actitud espiritual podemos salir dolidos, resentidos, secos.
¿Y qué podemos aprender del sufrimiento? Yo siento que me ha ayudado a ser humilde, a darme cuenta de mi propia fragilidad y mis limitaciones. Me enseña a tener compasión por otros que pasan por diversas pruebas. Aprendo que no hay bienestar duradero en este mundo y me enseña a anhelar el cielo. Veo con más claridad cómo necesito ser perdonado, por Dios y por los hombres, y cómo necesitan otros de mi perdón. Me hago más fuerte, comienzo a soportar con más entereza la crudeza de la vida. Maduro, veo con mayor claridad los tonos de grises donde antes veía solo en blanco y negro. Admiro a otros que han vencido pruebas mucho mayores (Heb 12:4). En una palabra: me lleno más de Dios.
Volviendo a la escena del niño, incluso diciéndole estas cosas a su padre, este no dejaba de mimarlo y consolarlo. Me hizo acordarme del siguiente pasaje en el que Dios consuela a su pueblo con palabras muy hermosas:
Sión decía: ‘El Señor me abandonó, mi Dios se olvidó de mí.’ Pero ¿acaso una madre olvida o deja de amar a su propio hijo? Pues aunque ella lo olvide, yo no te olvidaré. Yo te llevo grabada en mis manos, siempre tengo presentes tus murallas. Los que te reconstruyen van más de prisa que los que te destruyeron; ya se han ido los que te arrasaron. Levanta los ojos y mira alrededor, mira cómo se reúnen todos y vuelven hacia ti. “Yo, el Señor, juro por mi vida que todos ellos serán como joya que te pondrás, como los adornos de una novia (…)” Is. 49:14-18 (DHH)
Pienso en aquellos que dieron su vida por Cristo, en los que murieron en Roma, Cartago, la Siberia, la selva amazónica… En los que nunca pudieron llegar a ser “algo” en este mundo por ser cristianos. Pero ahora nos los veo en su dolor, sino en el Reino; con cada azote como joya, con cada insulto adornando sus vestiduras, con cada oprobio bordado en oro fino. Y pienso en ti y en mí, en nuestros adornos en el cielo que hoy forjamos en este mundo. Y deseo que nos vistamos allá como la novia más hermosa: limpia, reluciente, pura…