Si yo hubiera sido María, comprometida ya para casarme, cuando el ángel del Señor se presentara a anunciarme que iba a quedar embarazada y concebir un futuro rey, habría pensado que Dios intentaba acabar con mi vida. Probablemente habría pensado en primer lugar que tal engendro no era posible. De serlo, mi prometido no iba a tragarse el cuento; luego de rechazarme oprobiosamente, me matarían a pedradas, según la ley y quedaría en ridículo ante todo el país.
Si hubiera escapado con suerte y me hubiera casado, no habiendo planificado tener un hijo tan pronto, sin estar preparada para hincharme y sentir las molestias propias de un embarazo, habría mirado mi futuro de esta manera: un mal comienzo matrimonial, desconfianza entre mi marido y yo a causa de la duda, o resentimiento de él a causa de una supuesta certeza y para colmo un hijo no deseado. Ni siquiera hubiera escuchado al ángel decir: “Llena eres de gracia, el Señor está contigo”.
Pero…
Dios diseña el plan y piensa en la promesa que necesitan aquellos que van a hacer su voluntad. Nunca me había detenido a imaginar que Dios también creó una familia maravillosa para Jesús. No dice la Biblia que María era bella como Judit o Ester, o sabia, como Débora, tampoco dice que tenía una familia rica (Lucas 1:26-36). De José, no dice que era un súper entendido en temas espirituales, o un líder como David, un profeta como Zacarías el padre de Juan el Bautista. Solo menciona que era un hombre justo. Alguien que actuaba en consecuencia con su entendimiento y eso bastaba (Mateo 1: 18-24).
Dios sabe lo que hay en los corazones de los hombres.
Y escogió para su plan perfecto la pareja perfecta: un hombre y una mujer sencillos que se amaban poderosamente.
¿Cómo lo sabemos?
Ella:
Puso por delante el plan de Dios sin tener la seguridad de que no se iba a dañar el suyo propio. Estuvo dispuesta a perder su futuro, su matrimonio, su vida. ¿Quién que no ame a Dios así puede amar con excelencia al prójimo?
Luego, no usó artimañas para retener a su novio. En primer lugar, él se enteró de todo por ella misma. Sólo le dijo la verdad, por muy loca que de hecho era.
Y esperó.
El:
Imaginen la cara de José, perplejo, rascándose la cabeza, con el corazón oprimido antes de tomar la decisión de ¡lapidar a su novia! No, eso no, aunque ella hubiera sido capaz de traicionarlo… Pero, tampoco podía quedarse con ella, porque, él ya estaba mayorcito y bien informado de cómo se conciben los bebés… En todo caso no lo entendía bien. Debía desaparecer, dejar casa, trabajo, amigos y parientes, su vida.
Dios:
Hace la parte que no puede el hombre: mostrar la verdad. El ángel del Señor también habló a José para que confiara y “cuando José despertó hizo lo que el ángel del Señor le había mandado”.
Se casaron.
A partir de entonces, todo marchó vertiginosamente.
“pero no vivieron como esposos hasta que ella dio a luz a su hijo, al que José puso por nombre Jesús”.
¿Por qué? ¿No estaban ya casados?
Si así hubiera sido, no habrían infringido ninguna ley. Pero Dios no se equivoca. Escoge personas que van a superar el quedar bien ante los hombres y acoger Su manera, libre para crear lo nuevo infinitamente. O sea, ni José anduvo tratando de meterse en la cama con María ni ella anduvo sonsacando al pobre con besitos y miradas, a ver qué pasaba. Pudieron esperar.
¡Qué historia!
Mi fe era que las personas están dispuestas a quererse cuando existen las condiciones ideales. Si tomo esta historia como paradigma, entiendo que el Amor no es el dulce sentimiento que resulta de vivir en una burbuja donde todo es ideal y predecible: ambos amantes, impecablemente lindos, buenitos, de buenitas familias también, bien educados y hasta sobresalientes en sociedad, en la iglesia, por cualquiera de los dones que fuera, y entonces se casan… Nunca una duda, una discusión una diferencia… todo es sonrisas y armonía… y viven felices hasta que la muerte los separa o se los lleva a los dos juntitos, llenos de nietos, ya ancianos, desdentados y pelones.
Me atrevo a definir el amor más grande como un guerrero herido que atraviesa un campo de batalla, y recibe más gloria mientras más encarnizado es el combate y superiores sus enemigos. Como un edificio que se construye para ser habitado por toda la vida. Este edificio necesita un buen empujón, un choque de mil toneladas de lo más destructivo: odio, confusiones, envidia, tentaciones, mentiras. Necesita pruebas de sacrificio, solo para tener la certeza de que va a soportar mucho tiempo. La prueba de existir en este mundo hasta que se acaben todas las cosas, incluso la fe y la esperanza… y sobreviva. Si no, no sirve. Es un papel de celofán, una cáscara de huevo, una pared hueca bien pintada. Una rodilla astillada, un diente roto, una mentira, un cadáver putrefacto, cuanta cosa abominable exista y esté condenada a desaparecer.
Me siento tentada a pensar que María y José pudieron agradar a Dios porque ellos eran ideales, un monumento espiritual, no tenían debilidad alguna y mucho menos pecado: ¡eran como dos angelitos! Pero no. Da lo mismo María y José, Pepe y Juliana, Arturo y Rosa, Karina e Iván. Todos vivimos en el mismo mundo y estamos hechos del mismo barro que se deteriora y sufre y anhela gozar de la vida. La única diferencia para amarse magníficamente es por la fe en Dios. No en el Dios que está fuera de nosotros, al que solo conocemos por referencias de otros o por libros, o por sermones. Todo eso ayuda al principio, pero va más allá de una buena conducta o de cumplir determinadas obligaciones. Hablo del Dios-Amor, que conocemos porque no podemos contenerlo adentro: intenso como fuego consumidor, tsunami, terremoto y huracán, todo eso junto. Al mismo tiempo es suave adentro y fuera de nosotros. Agua para flotar y extinguir las pasiones egoístas. Bueno para repartir y saciar. Y a nadie le cabe duda que es Amor o Dios porque no puede destruirse. La roca bajo los pies, el surtidor inagotable, un ejército irresistible en marcha, la vida verdadera, la vida abundante, la vida eterna.
La verdad, todo esto da mucho miedo porque me desagrada de antemano la idea de perder mi vida por alguien que, tal vez, no me corresponda. Y porque me conozco, ya muchas veces dije al Señor “déjame en paz, no quiero complicaciones”. Luego, inmediatamente después, no sucede nada, y más adelante un vacío insoportable.
Los cuatro Evangelios tallan esta verdad si falta: “el que quiera salvar su vida la perderá. El que pierda su vida por mí, la salvará.”
Aquí dejemos mejor hablar a las Escrituras:
Mateo 10:39; 16:25; Marcos 8:35; Lucas 9:24; 17:33; Juan 12:25
Creo que mirándolo bien, se entiende.
El que ama, vive…