Uno de los miembros de mi congregación es popular por sus bromas. Cuando está frustrado por algún problema exclama: ¡Ay, qué ganas tengo de que venga Cristo, y caiga azufre del cielo! A todos causa risa esta frase viniendo de alguien con tremendo sentido del humor.
Aunque no acostumbro a expresarlo así, es la misma amargura que se apodera de mí cuando voy por una calle de mi ciudad y algún atrevido me suelta una grosería. O cuando estoy cerca de gente agresiva por alcanzar algo que quiere comprar y se acaba. O cuando veo parejas discutiendo en público, y hasta golpearse. O cuando sé que me están robando en un mercado, o cuando sé que mis autoridades me están mintiendo. Sí, siento y digo con toda honestidad, Ven Señor, ahora mismo ¡Tu Reino es mejor!
Los cristianos de hoy tienen retos idénticos a los del primer siglo, y otros algo diferentes. Es el mismo mundo perdido que solo no puede salvarse. Son las mismas religiones que, en manos de los poderosos, dividen a la gente. Pero el mensaje de Cristo para el hombre es idéntico “ayer, hoy y siempre”.
La diferencia es que hoy somos una generación cuyos padres y abuelos se rebelaron contra la autoridad. No sin razón. Pues llegó a ser una autoridad hipócrita, corrupta y represiva. Y con mucho dolor vemos en la historia que el nombre de nuestro Dios se ha usado para el mal. No es impensable que hoy se sospeche que nos las damos de santurrones, o que somos fanáticos. Pero ahora la herencia de nuestros padres es el libertinaje. Un mundo que rechaza a Cristo de otra manera. En mi ciudad nadie me echaría de un empleo o de mi vecindad por saber que soy cristiana. Pero sí se burlarían de mí, me ignorarían, los pondría incómodos si les comparto algo de las obras de Dios durante la hora del almuerzo. Lo que casi siempre me ha sucedido es que me miran como una santurrona o, peor, como una fanática.
Entre liberaciones morales, sexuales, en menor medida sociales, y enajenación y consumo de basura espiritual y una mala interpretación del concepto libertad, hemos llegado a ridiculizar la buena autoridad y los límites sanos. Hoy no se rechaza al cristianismo abiertamente, solo los extremos. La moda es no acoger demasiado ninguna doctrina y al rechazarla, no dar la impresión de que la rechazamos demasiado. Según esta tendencia todos son algo “cristianos”, pero definitivamente la mayoría desconoce el mensaje principal de Jesucristo.
Por otra parte, las instituciones religiosas, incluso las reformadas, incluso las creadas por movimientos de auténtica restauración, no pueden evitar hacer su papel de madre: educar los conversos transmitiendo las verdades de Dios y al mismo tiempo trasmitiendo sus errores humanos. (Que Dios me ayude, yo también deseo ser madre).
En la mayoría de las naciones, sobre todo las más ricas, los cristianos hoy somos un poquito más libres de persecuciones externas. Pero enfrentamos enemigos más peligrosos. El puritanismo: creer que lo bueno que tenemos en moral es nuestro logro, y no tanto el fruto del perdón de Dios. Así podemos discriminar a los que todavía no conocen o no entienden ese perdón. Y el fanatismo: llegar a creer que es justo que nosotros mismos sancionemos y hasta odiemos a los que no comparten nuestras convicciones. Que no es lo mismo que estar dispuestos a ser sancionados y odiados por las nuestras, lo cual sí sería seguir a Cristo al pie de la letra. Ser fieles nosotros al amor de Dios pero nunca pretender obligar a otros a ser fieles.
Mirar a otros con desdén para Cristo es hipocresía. Obligar a otros, para Cristo es tiranía, no amor escogido libremente. Pero no hablar de Cristo por miedo a ser mal vistos, para Cristo, y hasta para el mundo es cobardía.
Ni hipócritas, ni fanáticos, ni cobardes.